El intervencionismo en los asuntos de Venezuela que practica la mayor
parte de la clase política madrileña alcanzó un nuevo grado de
despropósito ayer, cuando el presidente en funciones del gobierno,
Mariano Rajoy, convocó a una reunión del Consejo de Seguridad Nacional
de España para abordar la situación en ese país sudamericano. Las
autoridades madrileñas aducen su preocupación por los cerca de 200 mil
ciudadanos españoles que residen en territorio venezolano, pero lo
cierto es que el conflicto político entre el gobierno de Nicolás Maduro y
la oposición que intenta derrocarlo no representa una amenaza
particular para esa comunidad ni constituye peligro alguno para la
seguridad nacional de España.
En tales circunstancias, la inclusión de la crisis de Venezuela entre
los asuntos de seguridad nacional sólo puede verse como un
recrudecimiento del injerencismo en ese país, un intento por atizar y
magnificar la inestabilidad en un país soberano y una medida electorera a
fin de mejorar las posibilidades del Partido Popular (PP), del propio
Rajoy, en los comicios programados para el próximo 26 de junio.
Es pertinente recordar que las dirigencias del PP y de Ciudadanos
(centro derecha) buscan reducir los márgenes de preferencia ciudadana
del partido Podemos asociándolo al gobierno venezolano, maniobra que
repite también Felipe González, político emblemático del Partido
Socialista Obrero Español. Tanto González como Rajoy y Albert Rivera,
líder de Ciudadanos, participan actualmente en una intensa campaña
mediática de promoción de los opositores venezolanos y denostación del
gobierno de Caracas.
Esas jugadas propagandísticas vienen precedidas de una ya larga historia
de graves actos de injerencia de autoridades y políticos españoles en
contra del gobierno del difunto Hugo Chávez, como el papel que desempeñó
el gobierno de Madrid en la legitimación del intento de golpe de Estado
de abril de 2002.
Tal actitud, por lo demás, no se ha limitado sólo a las relaciones con
Venezuela; funcionarios, dirigentes y medios informativos peninsulares
han mantenido una hostilidad general y constante en contra de gobiernos y
movimientos progresistas en América Latina. La razón de esas
intromisiones ha sido la defensa de los intereses de las transnacionales
españolas que operan en el subcontinente –energéticas, constructoras,
financieras, entre otras– y la preservación de sus prácticas abusivas.
Para ponderar lo inadmisible y hasta grotesco de ese intervencionismo
basta con imaginar la reacción de la ciudadanía española si un gobierno
latinoamericano –el de Venezuela, por ejemplo– decidiera apoyar
activamente los procesos independentistas de Cataluña y el País Vasco.
Los buenos oficios de personalidades o instancias extrajeras son
positivos y saludables cuando las partes en conflicto de un país se
ponen de acuerdo para convocarlos, como ocurre actualmente con la
gestión que realiza en Caracas el ex presidente español José Luis
Rodríguez Zapatero. En cambio, los desfiguros del gobierno de Rajoy y
los viajes provocadores a territorio venezolano de individuos como
Felipe González y Albert Rivera constituyen actos de intervencionismo
contrarios a la legalidad internacional, el sentido democrático y el
respeto a la soberanía nacional de los países.
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