Ignacio Ramonet
Lo
preparó todo con minuciosidad. Cerró su cuenta bancaria. Vendió su
auto. Evitó cualquier contacto con la organización. No acudió a ninguna
reunión. No rezó. Se procuró el arma fatal sin que nadie pudiera
sospechar el uso que haría de ella. La colocó en lugar seguro. Esperó.
Esperó. Llegado el día D, procedió al ensayo del crimen. Transitó y
recorrió el futuro itinerario de sangre. Midió los obstáculos. Imaginó
los remedios. Y cuando llegó la hora, puso por fin en marcha el camión
de la muerte…
La inaudita bestialidad (1) del atentado de Niza, el pasado 14 de julio
–que viene a sumarse a otras masacres yihadistas recientes, en
particular las de Orlando (49 muertos) y Estambul (43 muertos)– nos
obliga, una vez más, a interrogarnos sobre esa forma de violencia
política que llamamos terrorismo. Aunque, en este caso, habría que
hablar de “hiperterrorismo” para significar que ya no es como antes. Un
límite impensable, inconcebible, ha sido franqueado. La agresión es de
tal desmesura que no se parece a nada conocido. Hasta tal punto que no
se sabe cómo llamarlo: ¿atentado?, ¿ataque?, ¿acto de guerra? Como si se
hubiesen borrado los confines de la violencia. Y ya no se podrá volver
atrás. Todos saben que los crímenes inaugurales se reproducirán. En otra
parte y en circunstancias diferentes sin duda, pero se repetirán. La
historia de los conflictos enseña que, cuando aparece una nueva arma,
por monstruosos que sean sus efectos, siempre se vuelve a emplear…
Alguien, de nuevo, en algún lugar, lanzará a toda velocidad un camión de
diecinueve toneladas contra una multitud de personas inocentes…
Sobre todo porque este nuevo terrorismo tiene, entre sus objetivos, el
de impactar las mentes, sobrecoger el entendimiento. Es un terrorismo
brutal y global. Global en su organización, pero también en su alcance y
sus objetivos.
Y que no reivindica nada muy preciso. Ni la independencia de un
territorio, ni concesiones políticas concretas, ni la instauración de un
tipo particular de régimen. Esta nueva forma de terror total se
manifiesta como una suerte de castigo o de represalia contra un
“comportamiento general”, sin mayor precisión, de los países
occidentales.
El término “terrorismo” también es impreciso. Desde hace dos siglos, ha
sido utilizado para designar, indistintamente, a todos aquellos que
recurren, con razón o sin ella, a la violencia para intentar cambiar el
orden político. La experiencia histórica muestra que, en ciertos casos,
esa violencia resultó necesaria. “Sic semper tirannis”, gritaba Bruto al
apuñalar a Julio César, que había derribado la República. “Todas las
acciones son legítimas para luchar contra los tiranos”, afirmaba
igualmente, en 1792, el revolucionario francés Gracchus Babeuf.
Sobre ese irreductible fenómeno político, que suscita a la vez espanto y
cólera, incomprensión y repelencia, emoción y fascinación, se han
escrito miles de textos. Y hasta, por lo menos, dos obras maestras: la
novela Los Endemoniados (1872), de Fiódor Dostoyevski, y la obra de
teatro Los Justos (1949), de Albert Camus. Aunque, cuando el islamismo
yihadista está globalizando el terror a niveles jamás vistos hasta
ahora, el proyecto de “matar por una idea o por una causa” aparece cada
vez más aberrante. Y se impone ese rechazo definitivo que Juan Goytisolo
expresó magistralmente en su frase: “Matar a un inocente no es defender
una causa, es matar a un inocente”.
Sin embargo, sabemos que muchos de los que, en un momento, defendieron
el terrorismo como “recurso legítimo de los afligidos”, fueron luego
hombres o mujeres de Estado respetados. Por ejemplo, los dirigentes
surgidos de la Resistencia francesa (De Gaulle, Chaban-Delmas) que las
autoridades alemanas de ocupación calificaban de “terroristas”; Menahem
Begin, antiguo jefe del Irgún, convertido en primer ministro de Israel;
Abdelaziz Buteflika, ex responsable del FLN argelino, devenido
presidente de Argelia; Nelson Mandela, antiguo jefe del African National
Congress (ANC), presidente de Sudáfrica y premio Nobel de la Paz; Dilma
Rousseff, presidenta de Brasil; Salvador Sánchez Cerén, actual
presidente de El Salvador, etc.
Como principio de acción y método de lucha, el terrorismo ha sido
reivindicado, según las circunstancias, por casi todas las familias
políticas. El primer teórico que propuso, en 1848, una “doctrina del
terrorismo” no fue un islamista alienado, sino el republicano alemán
Karl Heinzen en su ensayo Der Mord (El Homicidio), en el cual declara
que todos los procedimientos son buenos, incluso el atentado-suicida,
para apresurar el advenimiento de… la democracia. Como antimonárquico
radical, Heinzen escribe: “Si debéis hacer saltar la mitad de un
continente y propiciar un baño de sangre para destruir el partido de los
bárbaros, no tengáis ningún escrúpulo. Aquel que no sacrifica
gozosamente su vida para tener la satisfacción de exterminar a un millón
de bárbaros no es un verdadero republicano” (2).
La actual “ofensiva mundial del yihadismo” y la propaganda
antiterrorista que la acompaña pueden hacer creer que el terrorismo es
una exclusividad islamista. Lo cual es obviamente erróneo. Hasta hace
muy poco, otros terroristas estaban en acción en muchas partes del mundo
no musulmán: los del IRA y los legitimistas en Irlanda del Norte; los
de ETA en España; los de las FARC y los paramilitares en Colombia; los
Tigres tamiles en Sri Lanka; los del Frente Moro en Filipinas, etc.
Lo que sí es cierto es que la hiperbrutalidad alucinante del actual
terrorismo islamista (tanto el de Al Qaeda como el de la Organización
del Estado Islámico, OEI) parece haber conducido a casi todas las demás
organizaciones armadas del mundo (excepto al PKK kurdo) a firmar
apresuradamente un alto el fuego y un abandono de las armas. Como si,
ante la intensidad de la conmoción popular, no desearan verse para nada
comparadas con las atrocidades yihadistas.
También cabe recordar que, hasta hace muy poco, una potencia democrática
como Estados Unidos no consideraba que apoyar a ciertos grupos
terroristas fuese forzosamente inmoral… Por medio de la Central
Intelligence Agency (CIA), Washington preconizaba atentados en lugares
públicos, secuestros de oponentes, desvíos de aviones, sabotajes,
asesinatos…
Contra Cuba, Washington lo hizo durante más de cincuenta años.
Recordemos, por ejemplo, este testimonio de Philip Agee, ex agente de la
CIA: “Me estaba entrenando en una base secreta, en Virginia, en marzo
de 1960, cuando Eisenhower aprobó el proyecto que llevaría a la invasión
de Cuba por Playa Girón. Estábamos aprendiendo los trucos del oficio de
espía incluyendo la intervención de teléfonos, micrófonos ocultos,
artes marciales, manejo de armas, explosivos, sabotajes… Ese mismo mes,
la CIA, en su esfuerzo por privar a Cuba de armas antes de la inminente
invasión de exiliados, hizo volar un buque francés, Le Coubre, cuando
estaba descargando un cargamento de armas de Bélgica en un muelle de La
Habana. Más de 100 personas murieron en aquella explosión… En abril del
año siguiente, otra operación de sabotaje de la CIA con bombas
incendiarias destruyó los almacenes El Encanto, principal tienda por
departamentos de la capital, provocando decenas de víctimas… En 1976, la
CIA planificó, con la ayuda del agente Luis Posada Carriles, otro
atentado, en esta ocasión contra un avión de Cubana de Aviación en el
que murieron las 73 personas de a bordo… Desde 1959, el terrorismo de
EEUU contra Cuba ha costado unas 3.500 vidas y ha dejado a más de 2.000
personas lisiadas. Los que no conocen esta historia pueden encontrarla
en la clásica cronología de Jane Franklin, ‘The Cuban Revolution and the
United States (3)’” (4).
En Nicaragua, en los años 1980, Washington actuó con igual brutalidad
contra los sandinistas. Y en Afganistán contra los soviéticos. Allí, en
Afganistán, con el apoyo de dos Estados muy poco democráticos –Arabia
Saudí y Pakistán–, Washington alentó, también en la década de 1980, la
creación de brigadas islamistas reclutadas en el mundo arabomusulmán y
compuestas por los que los medios de comunicación dominantes llamaban
entonces los “freedom fighters”, combatientes de la libertad… Sabemos
que fue en esas circunstancias cuando la CIA captó y formó a un tal
Osama Ben Laden, quien fundaría posteriormente Al Qaeda…
Los desastrosos errores y los crímenes cometidos por las potencias que
invadieron Irak en 2003 (5) constituyen las principales causas del
terrorismo yihadista actual. A ello se han añadido los disparates de las
intervenciones en Libia (2011) y en Siria (2014). Algunas capitales
occidentales siguen pensando que la potencia militar masiva es
suficiente para acabar con el terrorismo. Pero, en la historia militar,
abundan los ejemplos de grandes potencias incapaces de derrotar a
adversarios más débiles. Basta con recordar los fracasos estadounidenses
en Vietnam en 1975, o en Somalia en 1994. En efecto, en un combate
asimétrico, aquél que puede más, no necesariamente gana: “Durante cerca
de treinta años, el poder británico se mostró incapaz de derrotar a un
ejército tan minúsculo como el IRA –recuerda el historiador Eric
Hobsbawm–, ciertamente el IRA no tuvo la ventaja, pero tampoco fue
vencido” (6).
Como la mayoría de las Fuerzas Armadas, las de las grandes potencias
occidentales han sido formadas para combatir a otros Estados y no para
enfrentarse a un “enemigo invisible e imprevisible”. Pero en el siglo
XXI, las guerras entre Estados están en trance de volverse anacrónicas.
La aplastante victoria de Estados Unidos en Irak, a principios de los
años 2000, no es una buena referencia. El ejemplo puede incluso
revelarse engañoso. “Nuestra ofensiva fue victoriosa –explica el ex
general estadounidense de los Marines, Anthony Zinni–, porque tuvimos la
oportunidad de encontrar al único malvado en el mundo lo
suficientemente estúpido como para aceptar enfrentarse a Estados Unidos
en un combate simétrico” (7). Los conflictos de nuevo tipo, cuando el
fuerte se enfrenta al débil o al loco, son más fáciles de comenzar que
de terminar. Y el empleo masivo de medios militares pesados no permite
necesariamente alcanzar los objetivos buscados.
La lucha contra el terrorismo también autoriza, en materia de
gobernación y de política interior, todas las medidas autoritarias y
todos los excesos, incluso una versión moderna del “autoritarismo
democrático” que tomaría como blanco, más allá de las organizaciones
terroristas en sí mismas, a todos los que se opongan a las políticas
globalizadoras y neoliberales. Por eso, hoy, es de temer que la caza de
los “terroristas” provoque –como lo estamos viendo en Turquía después
del extraño golpe de Estado fallido del pasado 16 de julio– peligrosos
resbalones y atentados a las principales libertades y derechos humanos.
La historia nos enseña que, bajo pretexto de luchar contra el
terrorismo, muchos Gobiernos, incluso democráticos, no dudan en reducir
el perímetro de la democracia (8). Ojo a lo que viene. Podríamos haber
entrado en un nuevo periodo de la historia contemporánea, donde volvería
a ser posible aportar soluciones autoritarias a problemas políticos…
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