Homar Garcés
En términos generales, frente a la realidad convulsiva del mundo contemporáneo, habrá que imponerse como meta la abolición y la superación de la competencia fragmentadora del capitalismo, centrada en su lógica de obtención de exorbitantes e ilimitadas ganancias, con la finalidad de enfocarse en la construcción nada imposible de un nuevo modelo civilizatorio, en el cual tengan cabida -sin contradicción alguna- las diversas aspiraciones emancipatorias de la humanidad. Para ello es preciso que las personas dispuestas a emprender este camino de luchas comprendan que son parte esencial de una hegemonía popular en incesante construcción, sin mesianismos de por medio que desvíen sus objetivos fundamentales.
Esto requiere evitar que surjan multiparcelamientos -como sucede con muchas luchas sociales que podrían unificarse frente al mismo enemigo que enfrentan de manera aislada- producto de esa subjetividad fraccionada que le impide a muchos asimilar que sus esfuerzos tendrían que orientarse hacia el logro de un objetivo común, esto es, la emancipación integral de todos. ¿Que esto es algo difícil y llevará tiempo lograrlo? Sí. No se niega. No obstante, los sectores populares (agrupados o individualizados) tienen ahora mejores oportunidades de liberación que sus antepasados. Sólo tendrían que recurrir a su memoria histórica de luchas, como también aprovechar en su beneficio colectivo las diversas ventajas materiales propiciadas por el sistema capitalista, haciendo realidad (aunque algunos no deseen admitirlo, por los prejuicios que albergan) lo anticipado por Karl Marx y Friedrich Engels a finales del siglo XIX, sólo que de una forma más amplia al afincarse en su propia realidad.
Hoy (como muchos lo sienten en carne propia), todos los pueblos del mundo, incluidos los de las naciones desarrolladas, enfrentan por igual la grave amenaza que representa para su supervivencia la ley del mercado capitalista. Esta ha llegado a ser -de cualquier manera- la medida de todas las cosas, a tal punto que los recursos naturales, lo mismo que las personas, son considerados como mercancías y, por tanto, susceptibles de comprarse y venderse, al margen de cualquier contemplación ética y moral; incluso, violando todo tipo de ley vigente.
El drama adquiere un mayor impacto si se miden los efectos del cambio climático y del incremento de los niveles de pobreza que impulsan a millones de personas a emigrar de sus naciones de origen, unos a Europa, otros a Estados Unidos, tras la ilusión de bienestar creada por las vidrieras del capitalismo. Ambos elementos -degradación ambiental y empobrecimiento crecientes- son las caras visibles de lo que es y significa la hegemonía del capitalismo globalizado. Algo en lo que muchos concuerdan a nivel mundial, pero no atinan aún en atacar y resolver de forma unánime, vistos los intereses que deben sortearse.
Referente a esto último, en su artículo “Globalización o globocolonizacón”, Frei Betto destaca que “no es la economía que se mundializa, es el mundo que se ‘economiza’, reduciendo todos los valores materiales y simbólicos al precio del mercado. Tal fenómeno somete a la cultura y la política a la ley de la oferta y la demanda. Como la teoría económica no fija ningún límite al imperio del mercado, todo lo que es objeto de deseo humano es reducido a las relaciones de intercambio, según las reglas del sistema: uno de los socios lleva más ventaja que el otro”.
Se hace imperioso, en consecuencia, oponer la ética de la solidaridad (engendrada y preservada por nuestros pueblos) a la ética del mercado; lo que exige el surgimiento de un sujeto histórico colectivo, activo y autoconsciente, capaz de promover y de consolidar un régimen socioecológico y profundamente diferenciado de lo que han sido las alternativas surgidas (hasta ahora), cuyas raíces se ubican, sustancialmente, en la vieja Europa.
Frente a esta eventualidad nada descartable, extrapolando lo escrito por Enrique Dussel en su libro “Un Proyecto Ético y Político para América Latina”, en relación con lo que el filósofo francés Jacques Maritain proponía, surge la necesidad histórica de construcción de un “comunitarismo (desde la primacía del bien común), un pluralismo (en cuanto a la distribución de los bienes producidos en común) y un personalismo (en cuanto a la realización concreta de cada persona particular)”. Razonando sobre tal materia, se tendría entonces a la mano una amplia posibilidad de diseñar y llevar a la práctica un programa de transformación revolucionaria que tienda a la edificación de un modelo civilizatorio radicalmente diferente al actualmente vigente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario