Fuente: TELESUR
Lo más importante que ocurrió el domingo 20 de mayo es que venciendo amenazas de todo tipo, el pueblo venezolano otra vez salió a votar e impuso democráticamente y a la vista de cientos de observadores electorales la esperada reelección de Nicolás Maduro. Ese detalle precisamente, el de la renovada práctica de defender la soberanía popular con una urna como arma es la que desde aquel no muy lejano diciembre de 1998 viene poniendo a los sucesivos gobiernos estadounidenses al borde de la histeria.
Recorriendo los centros electorales y conversando desde temprano con quienes al sonar de la recordada diana chavista se encolumnaban para depositar su sufragio es que pudimos escuchar, en Caracas y sus alrededores, razones que luego explicarían el triunfo. La paz era una de ellas, pero formulada no como un recurso formal sino como una muestra de hartazgo: “que nos dejen en paz, que no nos condicionen el futuro con amenazas”, nos dijo un joven en un colegio de Catia.
Horas después, en otro centro del Estado Vargas, la expresión se repetía en un “yo me resteo (me juego) con Maduro porque esta Revolución es nuestra esperanza”. Cerca de allí, una concentración de vecinas y vecinos bailaban, comían unos dulces y le contaban a quien quisiera escucharles que “ese barrio que usted ve ahí lo hizo el comandante Chávez y aquel de más allá nos lo entregó el presidente obrero”. Hablaban de edificios impecables con todas las instalaciones funcionando, y que son parte de las 2 millones de viviendas que construyera la Revolución para los más necesitados. Al darse cuenta que algunos de los visitantes procedíamos de Argentina, una mujer ya entrada en años, nos abrazó y gritó para que quedara claro de qué iba la cosa: “Si necesitan ayuda para echarlo a ese Macri nos avisan, que aquí somos todos rodilla en tierra”. Había gusto a pueblo en aquel sitio donde la temperatura era agobiante pero nadie se movía porque estaban esperando que llegara el anuncio del Consejo Nacional Electoral proclamando el ansiado triunfo.
Más tarde, en otro barrio de Caracas, las respuestas seguían acumulando razones: “Yo voto contra Trump y contra esos del Grupo de Lima”, aclaró un estudiante de medicina, que enseguida remató con un: “lo bueno y lo que no nos guste de este gobierno lo vamos a decidir nosotros y no un yanqui millonario o esos europeos que no tienen nada que hacer aquí”. Testimonios de bronca contra tanta injerencia, voces dignas dispuestas a defender lo conquistado, expresiones de agradecimiento para quienes habíamos llegado para confirmar que en Venezuela Bolivariana el legado de Hugo Chávez está intacto en la fidelidad de su pueblo.
Luego vinieron los resultados y en medio de los cohetes lanzados al aire o la ovación cariñosa hasta las lágrimas para saludar al nuevo presidente frente al Palacio Miraflores, la oposición y sus “protectores” internacionales ponían en marcha un plan que estaba cantado desde hacía bastante tiempo.
Los llamados “demócratas” arremetían con más sanciones económicas, con gritos destemplados que cantaban fraude (incluso antes de saberse los resultados, como hizo el candidato Henry Falcón) o con artículos ponzoñosos en la mayoría de la prensa mundial hegemónica. El más soez de toda una serie de agravios pudo leerse en prensa argentina señalando: “Una organización criminal venció en las elecciones venezolanas” y así otros múltiples epítetos.
Lo cierto es que el imperio y sus secuaces de los gobiernos derechistas del continente no pudieron soportar esta victoria heroica, surgida de las entrañas de un pueblo que padece necesidades pero no se quiebra ante ellas y sacando fuerzas de su propia memoria de lucha convierte en luminosos hasta los más oscuros escenarios.
Ahora vendrán los aprietes, las expulsiones de embajadores, las conspiraciones para aislar aún más a un país cuyo único pecado ha sido querer la felicidad de su gente y cometer la osadía de mostrarse como ejemplo al resto o recordar a propios y extraños que las grandes hazañas cuestan sacrificio. Querer llegar a vivir en una sociedad socialista en pleno avance político, económico y militar del neoliberalismo es el mayor desafío que se puede hacer a quienes en Washington, Miami o Madrid creen todavía que la vida de un hombre o una mujer se compra y se vende como en un mercado.
Ahora sonarán todas las sirenas de alarma en tierras latinoamericanas y será necesario redoblar la solidaridad internacionalista, de la misma manera que se hizo cuando a Cuba la expulsaron de la OEA y quisieron aislarla de sus hermanos de la región. Al igual que en aquella ocasión los pueblos deberán gestar un cúmulo de acciones fraternales para abrazar a la Patria de Bolívar, demostrándole a Trump que sus amenazas pueden encender la pradera y que al igual que ocurriera en otras épocas, la paciencia tiene un límite.
Es cierto que hay colaboracionistas y alcahuetes que amparan esas políticas agresoras, o que al calor de tanta injerencia llegan a meterle el miedo en el cuerpo a algunos políticos que se dicen “progres” y en sus campañas electorales (como ocurre en Colombia y México) se adhieren al Grupo de Lima y desconocen el triunfo de Maduro o no quieren mencionar el nombre del país agredido porque sus asesores o ellos mismos consideran que “resta votos”. Son pobres de alma esos personajes, a los que el imperio desprecia y no se salvarán de sus ataques. Pero también hay en cada unos de nuestros países, obreros, estudiantes, campesinos que admiran todo lo hecho por Chávez y que hoy representa Maduro.
Gente de a pie, que saben que desear lo imposible cuesta demasiado y no se arrepienten de ser como son. Ellos y ellas, precisamente, son los que no entran en disquisiciones sobre porcentajes de participación electoral o si Maduro “no es como Chávez”, como suelen hacerlo algunos sabelotodo de la política de “izquierda”. Para esas personas de corazón sensible y decisión casi militante (o sin el “casi”) lo más impresionante que ocurriera por estas horas es que “ganó Maduro” y “los yanquis que revienten”. Están en lo cierto. Como en el deporte, ganar se gana ganando. Lo demás se irá discutiendo al fragor de las mil batallas que habrá que librar a partir de ahora.
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