Rafael Rodríguez Olmos
Suelo decir que pertenecí a la
última generación de periodistas egresados de la Escuela de Comunicación Social
de la Universidad Central de Venezuela, cuyo cuerpo docente estaba formado por
gente de alta credibilidad -con excepciones por supuesto- cultos, estudiosos,
serios y de una integridad moral a toda prueba. Eran, por cierto, estudiosos de
la comunicación, del comportamiento de los medios y de sus periodistas. Cómo no
tener recuerdos gratos de profesores como Federico Álvarez, su compañera Olga
Dragnic, Mario Benavente, Jesús Rosas Marcado, José Fernández Freites, Jesús
Sanoja Hernández, los hermanos Abreu y otros cuyos nombres olvido, si ellos me
enseñaron lo que era el comportamiento ético, qué era el palangrismo y la
ausencia de moral.
Ausencia de moral. Es lo que
abunda en el ejercicio del periodismo de hoy. Supongo que los bajos ingresos y
las necesidades son parte de la causa, pero sin duda las ambiciones personales,
la necesidad del lucro y la vida lujosa juegan el papel clave. La falta de
ética crea los falsos argumentos, los absurdos razonamientos, las mentirosas
justificaciones, el razonar que era necesario tirar una bomba que mataría
decenas de niños en Siria, libia, Afganistán o cualquier país del mundo, porque
esos niños serían terroristas en el futuro; tal como dijera una Ministro de
Educación israelí, que matar a una palestina embarazada era evitar el
nacimiento de un niño terrorista. O prestarse para la fábrica de mentiras a fin
de convencer a los demás que efectivamente sí había armas de destrucción masiva
en Irak, o que los cubanos se comían a los niños en plena revolución, o que
Chávez había mandado a quitarle los niños a las familias, como ahora, que los
están reclutando para ponerlos como carne de cañón por orden Maduro. Que bruto,
póngale cero, diría El Chavo. Y si lo dice una periodista de la credibilidad de
Patricia Janiot, o las Patricias venezolanas, o colombianas, o chilenas, pues
es verdad. Quien tiene el poder, sabe que la voz de ellas es verdad para el
receptor, y para eso les paga, quizás unos cuantos dólares que para ellas es
mucho dinero, pero que para él es migaja. Y a cambio de esa migaja, aparecen
las destrucciones, los baños de sangre, las invasiones, las campañas de
descrédito, los falsos positivos, las fábricas de mentiras y las periodistas
dispuestas a justificarlo.
Pero Patricia, la Janiot, es la
mejor de todas. Con su vibrato sostenido, su mirada ambigua y su verbo
controlador y convincente. Allí vienen las preguntas manipuladas, de doble
sentido, su elegancia señorial y su belleza seria y circunspecta. los
razonamientos para justificar. La invasión a Granada era necesaria, la
destrucción de Los Valcanes significaba acabar con los “terroristas”. Ella, la
periodista “equilibrada” a quien le parece correcto que la “dictadura” de
Nicolás, sea derrocada a sangre y fuego, aunque fuera electo por seis millones
de personas, pero es incapaz de preguntar a sus entrevistados porque Estados
Unidos no cuestiona a la monarquía de Arabia Saudita, donde nunca ha habido
elecciones. Ah, que placer prestar su nombre y su imagen para un canal de
televisión, al parecer, propiedad de la CIA, para justificar el establecimiento
de siete bases militares yanquis en su país de origen y no ver la barbarie que
se comete allí, donde el asesinato masivo de líderes sociales es todos los días,
la miseria se multiplica por diez y la depredación de la ecología es la mayor
en el mundo. Razón tenía Malcoln X: “si no estás preparado para enfrentar a los
medios, te harán amar al agresor y odiar al agredido”. Para eso están Patricia
y las Patricias, para sacrificar a la verdad, la primera víctima de una guerra.
Un gran colega, de ellas, Julius
Fucik, cometió el delito de escribir contra la invasión nazi a su natal
Checoeslovaquia. Escribir, y ser militante del Partido Comunista checo, era
algo que no se podía perdonar, fue su delito. Por ello fue ahorcado poco antes
del final de la Segunda Guerra Mundial. Aquí les entrego un trozo de su
maravillosa pluma en Reportaje al pie de la Horca. Quizás aprendan algo de la
ética y las convicciones de principios, que al final es lo mejor que le puede
pasar a uno en la vida.
“Estar sentado en la posición de
firme, con el cuerpo rígido, las manos pegadas a las rodillas, los ojos
clavados hasta enceguecer en la amarillenta pared de esta cárcel del Palacio
Petschek1 no es, en verdad, la postura más adecuada para reflexionar. Pero,
¿quién puede forzar al pensamiento a permanecer sentado en posición de firme?
Alguien, un día —quizá nunca sepamos quién ni cuándo llamó a este cuarto del
Palacio Petschek “sala de cine”. ¡Qué ideal tan genial! Una amplia sala, seis
largos bancos, uno tras otro, ocupados por los cuerpos rígidos de los
detenidos, y ante ellos un muro liso, como una pantalla cinematográfica. Todas
las casas productoras del mundo no han llegado a hacer la cantidad de películas
que sobre esta pared han proyectado los ojos de los detenidos en espera de un
nuevo interrogatorio, de la tortura, de la muerte. Películas de vidas enteras o
de los más pequeños fragmentos de vida; películas de la madre, de la esposa, de
los hijos, del hogar destruido, del porvenir destrozado; películas de camaradas
valerosos y de la traición; películas del hombre a quien entregué aquella
octavilla, de la sangre que correrá otra vez, del fuerte apretón de manos, del
compromiso de honor; películas repletas de terror y de decisión, de odio y de
amor, de angustia y de esperanza. De espaldas a la vida, cada uno contempla
aquí su propia muerte. Y no todos resucitan. Cien veces he sido aquí espectador
de mi propia película, mil veces he seguido sus detalles. Ahora trataré de
explicarla. Y si el nudo corredizo de la horca aprieta mi cuello antes de
terminar, quedarán todavía millones de hombres para completarla con un “happy
end”. Julius Fucik
Caminito de hormigas…
25.000 dólares cuestan una gandola que salga de Pdvsa Vassa. Por
cierto, una empresa del Estado que viola la ley. Pero adivinen quien administra
esos dólares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario