A - La princesa Anacaona
Anacaona
significaba “Flor de oro” en la lengua de los suyos, los Tainos. Vivían
en la isla que ellos llamaban Ayití, aunque también Quisqueya, la misma
que el aventurero Cristóbal Colón bautizó La Española cuando desembarcó
el 6 de diciembre de 1492. El mismo territorio que hoy comparten Haití y
la República Dominicana. El genovés creyó que la tierra de Anacaona
estaba en las Indias, al oriente del Asia, donde se había propuesto
llegar incitado por las crónicas de Marco Polo. Por eso llamó “indios” a
sus habitantes.
Encontrar
las riquezas mencionadas por el mercader veneciano era el sumo objetivo
de Colón. Fue el negocio que había hecho con los financiadores de la
aventura, los reyes de España. Los Taínos recibieron con sorpresa,
admiración y miedo a los recién desembarcados. Ya las vestimentas los
hacían seres extraterrestres. Aún así ayudaron a construir la primera
instalación europea en las “Nuevas Tierras”, el Fuerte Navidad, en lo
que hoy es Haití. Se puede decir que la historia de América se empezó a
escribir en esta parte de la isla.
Pero
desde que Colón descubrió un adorno dorado en la nariz de un nativo, el
oro se convirtió en una terrible obsesión. Los invasores, que eran una
horda de golfos, bandidos y criminales, advirtieron que Dios y la
civilización llegaban. Pasaron, entonces, a esclavizar, asesinar a los
insumisos y a violar a las Tainas.
Ante
la violencia, recobrados de la sorpresa y el miedo, el pueblo de
Anacaona, liderado por su esposo Caonabo, se organizó para resistir. Lo
primero que hicieron fue quemar el Fuerte. Después de cuatro años de
guerra, en 1496 el cacique fue hecho prisionero. Junto a otros guerreros
fue subido encadenado a un barco con destino a España. Murieron
ahogados porque se sublevaron y hundieron la nave.
Anacaona
ni pretendió venganza. Rodeada de familiares y súbditos se retiró a sus
territorios en Jaragua, los que se extendían principalmente en Haití.
Quería restablecer la concordia.
Poco
le duró la buena intención. Sus negros ojos seguían viendo morir a los
suyos bajo el látigo inclemente, o agotados por el trabajo forzado.
Impotencia sentía Anacaona ante los extraños y dolorosos males
aparecidos después de la llegada de los europeos. Los mismos que
diezmaban a su pueblo a una velocidad de pestañeo: la viruela, la lepra,
el tétano…
Las
mujeres, a fuerza, estaban convertidas en transmisoras de enfermedades
nacidas por la falta de higiene de los invasores, algo normal en sus
tierras donde eran enemigos del agua: las caries que podrían las bocas;
el “mal francés”, o “mal italiano”, o “mal español” que era la sífilis.
La
princesa Anacaona, cuyo reino era el único que no había sucumbido al
dominio invasor, llamó de nuevo a la resistencia. Solo que su noble
carácter la hizo caer en una trampa.
El
gobernador Nicolás de Ovando se propuso “domesticar” a esos
irreductibles. Envió emisarios hasta Jaragua para convencer a la cacica
de su voluntad de paz. Ella aceptó. Ovando se fue con casi 400 infantes
repletos de espadas, ballestas y arcabuces, además de 70 jinetes con
lanzas.
Se
dice que Anacaona logró reunir a unos 80 jefes indígenas. Con ellos y
sus súbditos prepararon un fastuoso recibiendo, como la ocasión
ameritaba. Ovando fingió corresponder, organizando un gran banquete. En
un momento determinado de la fiesta, celebrada un domingo, Ovando y sus
lugartenientes se retiraron del grupo principal. Entonces llegó la
traidora orden: atacar a la indefensa muchedumbre en fiesta. Otro grupo
cercó y capturó a los jefes indígenas, a los que, luego de amarrar y
golpear, quemaron al interior de los bohíos donde los habían encerrado.
Anacaona
logró escapar con la ayuda de sus guerreros. Ella volvió a estar en pie
de guerra, aunque con tropas diezmadas y poco numerosas. Ovando,
encolerizado, ordenó acabar con cuanto indígena existiera, sin importar
edad, hasta que ella fuera capturada. Las crónicas cuentan que la
matanza continuó durante seis meses. Hasta que la princesa fue apresada.
La
llevaron hasta Santo Domingo. Iba tan encadenada que apenas podía
caminar. Torturada y vejada, se le ahorcó en 1504. Su cuerpo fue
expuesto a la vista de todos como escarmiento.
Ovando,
para inmortalizar el triunfo sobre Anacaona y su pueblo, a fuerza de
látigo sobre los indios hizo levantar una ciudad a la que llamó Santa
María de la Verdadera Paz.
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