jueves, 13 de julio de 2023

NO HEMOS DEJADO DE BATALLAR



                                                                                                       Rafael Rodríguez Olmos

 

El profesor, amigo, quien tiene más de apóstol que de militante, me invitó a que lo acompañara. Iba a dar una clase por allá, donde el viento se devuelve, donde muere la vía de Vigirima. Íbamos a la escuela Graduada de Vigirima, en donde imparte clases a la Primera Corte Del Primer Diplomada de Gestión Comunal, que organiza la Universidad Bolivariana de la Comunas.

Reconozco que por años no me impresionaba tanto. Porque llegar a una escuela y encontrar a unas 20 personas, bachilleres con la disposición de hacer ese primer diplomado antes de entrar a la universidad, todos adultos y algún que otro adulto mayor, esperando a ver si el profesor llegaba, otro Quijote que unas veces no tiene dinero y otras tampoco para agarrar un autobús o llegar en un carro prestado. Es como si hubiera llegado a Macondo. Como si el mundo surrealista, me hubiera hecho encontrarme con la esperanza, con un renacer de la fe, con el revivir la frase de “sí podemos construir el socialismo”, con el interminable verbo de Chávez, el orfebre de la palabra, cuando dijo: “poder, es poder, poder”. Solo Hugo podía decir eso.

Entramos todos al salón, cuyas ventanas ya ellos habían abierto para simular el calor. Todos sacaron sus cuadernos y sus anotaciones. Discutían con su profesor el concepto epistemológico de la palabra, en lo que pareciera ser la propuesta de esa universidad, de construir en la deconstrucción. Sería el paso más avanzado en este proceso para abandonar el positivismo y el pensamiento europeizante, ese que nos ha hecho tanto daño.

Con esa ansia de aprender, los alumnos interactúan. Escuchan, interrumpen, discuten, sudan, con una disciplina que aspavienta, con una humildad que agrede. La clase se hace interminable, hasta el receso para compartir. Alrededor de una mesa, disciplinadamente, en una cola donde privaba la risa, comimos un rico antipasto con galletas y pan, tomamos refresco y café, y una rica torta marmoleada. Todos trabajan, todos son amigos, todos son vecinos, todos se ayudan. “De mis tres hijos, el mayor y el último los impulsé a que estudiaran conmigo, y nos graduamos juntos. Yo quería demostrarles que si yo, una vieja ya, iba para la escuela, ellos podían hacerlo. Yo espero entrar a la universidad. Aún no sé porque las condiciones son difíciles. Ellos son bachilleres y si después quieren seguir estudiando, pues que bueno. Pero ya se desenvuelven. Uno montó con un amigo y tallercito mecánico, y los otros dos trabajan mecánica, pero en otro taller. Ellos son los que me ayudan”. La narración pertenecía a Ana, una de las participantes.

Bajo la sombra de un árbol, Juan Rodríguez se fumaba un cigarrillo plácidamente. “Los que hemos sido patria o muerte, poco nos atienden. Bueno, este alcalde Johan, trabaja mucho y en verdad se preocupa por todo. Pienso que no todas las cosas llegan porque si el gobierno central no les da dinero a los municipios, y si la recaudación es baja, no tiene recursos para resolver los problemas. No te creas, hemos batallado duro. Hay mucho descontento. Hay bloqueo, pero también hay corrupción, y el enemigo ataca por donde nos ve más débiles. Después de la pandemia, todos se fueron, muchos amigos, gente que los engañaron, les hicieron creer que regresarían con mucha plata. Pero nosotros no nos fuimos. No hemos dejado de batallar”.

Estar en esa clase, me recordó a mis días de profesor en la Universidad Bolivariana, cuando creíamos estar en pleno proceso revolucionario, y nos hicieron creer que la aldea Hugo Chávez, era propiedad de los jóvenes y docentes que habitábamos en ella, ignorando que había un partido castrador, que simplemente impedía cualquier intento o acción revolucionaria. Lo cierto es que, si este proceso cae mañana, Fetracarabobo, o lo que queda de ella, recuperará sus espacios. Fue allí donde entendimos que el reformismo se había apoderado del proceso y estaba secuestrando al Arañero de Sabaneta.

Hoy, poco a poco, con un quijote prestado a la docencia, y un montón de soñadores, pareciera que entramos a una nueva etapa, o que al menos hay esperanzas para que Ana egrese de la universidad, y sus hijos tengan su propio taller mecánico. Y las lágrimas no se detienen.


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